26 jun 2007

Poema con ladrones

I
La noche da cobijo a los pasos del ladrón que tiene liviandad de fonámbulo en los muros.
II
Palpita el puñal, la ganzúa, la flor de los cerrojos en la oscuridad de costales y pretinas.
III
Hay ladrones que han adiestrado su sombra, su dócil sombra que evita entrar por las ventanas y que espera en la esquina de la noche la llegada agitada de su dueño.
IV
Luego del pillaje, los ladrones portan en sus manos un ramo de flor de adrenalina.
V
Hay quienes han visto su casa destechada en la noche que tiene olor de ladrones en las tapias. Sobre sus camas, el cielo azul, desnudo.
VI
Pero ningún ladrón es más hábil que el olvido.
De Juan Manuel Roca, en Ciudadano de la Noche.

19 jun 2007

Del mito a la ficción

Hoy me pregunto qué símbolos y significados acercan una obra al diagnóstico de una época, a lo sagrado y lo profano en la América Latina de hoy, y creo que la respuesta está en la derrota generacional y también la felicidad de una generación, felicidad que en ocasiones fue el valor y los límites del valor. (Roberto Bolaño, Entre Paréntesis)

Ahora todo se agrupa en generaciones (vean si no http://www.bogota39.com/), es decir, esa especie de tradición que se transforma de manera incesante, sin desaparecer. Los detectives Salvajes de Bolaño logran mostrar la tradición del grupo de escritores jóvenes trashumantes por Latinoamérica y el mundo. Así como antes lo hizo a su manera Horacio Oliveira, el Argentino expatriado que había ido a vivir a Paris con su novia uruguaya “La Maga”, hasta cuando desaparece y regresa a Buenos Aires. Transcurrían los años sesenta de Cortazar en París, capital entonces de la literatura latinoamericana, según Octavio Paz. 31 años después de Rayuela, Bolaño remoza la tradición desde Barcelona con su recorrido de mochilero, huyendo del pinochetismo, viviendo en Ciudad de México en la calle Bucareli, ganándose la vida como vigilante en un camping catalán, vendiendo bisutería en Europa y hurtando buenos libros de los sótanos de las librerías. En fin, los noventa y cinco relatos aparentemente inarticulados entre sí, a cargo de cincuenta y tres narradores que cuentan una historia igual de fragmentada en la que conversan cientos de personajes. Es la tradición del caminante que finalizará su periplo y su vida donde muchos quieren terminarla hoy, en Barcelona. Sólo que las experiencias del detective ocurren sin el exotismo que satisface la mirada ajena, sin gallos amazónicos, ni coroneles mitológicos, sin iguanas ni dinosaurios fundadores de una superioridad fincada en la rareza. Un detective que huye del colonialismo de nuevo cuño que nos congeló en el tiempo. No es nada original tender puente entre los mundos. Si lo es, en cambio, el distanciamiento intencional de Los detectives de la más emblemática de las obras latinoamericana: Cien años de soledad, que se escribió desde Ciudad de México entre 1965 y 1967 y su prestigio, no sus personajes, fue el que recorrió el mundo.

El distanciamiento de la novela Los detectives salvajes se inicia con el epigrafé del escritor Malcolm Lowry extraido de su obra Bajo el volcan, en el que se hacen dos preguntas y se obtiene una sola respuesta: “-¿quiere usted la salvación de Mexico? ¿quiere que cristo sea nuestro rey?, No”. Cita en la que se reconoce la tradición que prefigura lo que ahora llaman el irrealismo mágico, pero que Ulises Lima – personaje principal de Bolaño- denomina el realismo visceral. Un movimiento de mexicanos perdidos en México que caminan de espaldas mirando un punto pero alejándose de él en línea recta hacia lo desconocido. Movimiento al que desde la primera línea el detective Juan Garcia Madero acepta ingresar sin ceremonia de iniciación. “Mejor así.”, dice. Doble punto de partida que configura la tradición de una escritura de autodestrucción, de borrachos que intentan el suicidio y los expulsan de los países donde viven pero que no se cansan de buscar el más alto ideal humano en la degradación, los extraños lazos que unen a la gracia con la culpa y la representación mediante símbolos de la realidad más acuciante. Lowry mostró en 1938, a través del cerebro de un exconsul inglés en Cuernavaca, la conversación de dos mundos.

Del epígrafe al desierto en el que finalizan Los detectives, los lectores nos preparamos para conocer el único poema de Cesarea Tinajero. Mientras tanto, durante 609 páginas disfrutamos del habla de los latinoamericanos, su amistad y su pobreza, por las noches, en las calles, en la ciudad llena de nuestras limitaciones pero superadas por la fuerza del arte. Un espacio amplio y diferenciado que permite hoy en América Latina la presencia de formas de conciencia política y cultural que marchan unidas a ideologías intelectuales y a teorías que rivalizan, que conviven con todas las geografías, las etnias, las religiones y las costumbres. Y como lo mostró Alejo Carpentier en Los pasos perdidos: donde conviven todas las épocas históricas y se disputan programas de educación, periódicos y demás espacios organizados, configurando así los enfrentamientos generacionales. Por eso, a partir de Los detectives salvajes la simbología del realismo mágico convivirá con el realismo visceral. Y cada uno de ellos en su faceta literaria o de las ciencias sociales tendrá que reinterpretarse no como una etapa en un supuesto devenir cultural, sino más bien como fenómenos específicos visibles de la cultura.

¿Y lo sagrado, los mitos? Me intrigan eso grandes gestos y repetidos movimientos simbólicos del hombre formulados más o menos conscientemente, con que toda sociedad cuenta para entender sus principales enfrentamientos y la evolución de sus esquemas mentales e instituciones materiales, representadas en imágenes que los resuelven. Y algo hay en Los detectives salvajes como notarios de la labor del tiempo sobre lo sagrado del mito, al menos sobre esos grandes mitos de sistematización lingüística y de ordenamiento social que se degradan en ficción, -según anota el lúcido George Steiner; Y eso es lo que ocurre con el paso de la narrativa colectiva y heroica -tan ligada a ciertos mitos ideológicos, - a la ficción de Bolaño que no crea sino que inventa. Los detectives se mueven en el otro polo de significado del mito que desde los griegos abarca un rango de significados que pasa por ser palabra, decir, contar historia, hasta llegar a la ficción, cuyo límite ha sido hasta ahora el lógos.

Así la ficción delira en su invención porque no tiene raíces en lo sagrado. Y la de Bolaño deambula por la inventada ciudad latinoamericana que los detectives recorren nombrando premonitoriamente cada calle que pisan, porque esas ciudades se construyen y reconstruyen con nosotros, que no sabemos para donde vamos. Ciudades modelos del siglo XXI vistas ahora desde Barcelona, no desde París. Porque ya no es posible hoy crear un nuevo mito como el de la casa grande que durante cien años de soledad albergara a la inolvidable estirpe de los Buendía. Ahora sólo tenemos nombres sin peso sagrado, la colonia condesa, la calle montes, el café quito, nombres y más nombres. Sin una historia detrás distinta a la que se cuenta de Arturo Belano, Garcia Madero y Ulises Lima, tras su único héroe Cesárea Tinajero. El mismo Octavio Paz aparece descrito por su secretaria sin ninguna aureola, asumiendo la carga de todo, de todo lo que le pesa a Latinoamérica sus grandes figuras.
Pero esta degradación del mito literario es simultánea con la evidencia creciente de la forma como se diluyen los mitos de la nacionalidad y la identidad. Ahora sólo se inventan identidades (para qué crearlas si se puede inventar) que giran en los círculos irregulares de la narración, renunciando a la coherencia pura de la ficción decimonónica. La penosa construcción del relato enfrenta al lector a la dificultad de encontrarle sentido. Por la precariedad de la palabra que incluso cede terreno frente a lo figurativo (Bolaño finaliza dibujando). Sin fórmula para reorientar lo que nos pasa, los detectives en esta novela no se apegan a ninguna nacionalidad y parecen coincidir con Amartya Sen, quien dice que la identidad es tener la ilusión de un destino porque simplifica nuestras opciones y encamina moralmente lo que podemos hacer, lo que debemos prohibir y las compañías que nos favorecen o perjudican. Eso nos queda. Que es bastante. Sobre todo en tiempos en que “Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.(J.Marías).

14 jun 2007

Caminando

Hay una historia que comienza en febrero de 1820 cuando nace el padre del narrador de una bella novela. Cinco meses después de que Simón Bolívar entrara victorioso en la capital colombiana recién liberada. Ciudad esquizofrénica que en adelante se llamará Santa Fe o Bogotá, esa mierda de sitio, dice el autor. Desde allí inicia su recorrido hacia la provincia de Panamá Don Miguel Altamirano para hundirse en el fango de una Colombia que se desintegra; en la que se unta de barro, construye ferrocarriles y fracasa como periodista testigo de la construcción de un canal.¿Habría podido terminar Colombia ese canal y después no perder a Panamá? Esa pregunta no puede hacérsela el personaje sino el lector. Juan Gabriel Vásquez, el autor, sólo nos cuenta las vicisitudes de una ficción intensa que se refugia en los hechos. Los personajes pasan por la Cartagena del siglo XIX antes de llegar al más emblemático de los lugares de paso para los intereses norteamericanos… “El mundo enloquece. De repente, la costa este de los EE.UU se da cuenta que la ruta hacia el oro pasa por la oscura provincia istmeña…”. Cartagena el escalón anterior al futuro, lugar de turismo y hoy de arribo sin opción para desplazados por la violencia de las Sabanas de Bolivar. Aaayyy Cartagena, tiempos en que se oia más el silencio que el aguacero. Historia que recorría caminando diariamente la calle que une el Barrio Manga y elCentro histórico de la Ciudad. La Calle Larga de los años setenta. Nombre que debería cambiarse cuando queden atrás esas largas sombras de dolor dibujadas en el libro: Historia secreta de Costaguana.

5 jun 2007

La alegría

Recuerdo aún el rito espontáneo de las nubes negras, la humedad del aire y el olor anterior a la lluvia. El olfato impregnado por la fruta que ansiaba, servia de guía para alcanzar el cajón donde estaba la única prenda necesaria, el pantalón corto. En segundos los amigos estabamos en la calle apenas iniciado el aguacero, (¡¡Aguacero de mayo que va a cae!! ). Todo daba forma a la mas dulce aspiración que era saltar de un solo impulso los muros frontales de las casonas republicanas para entrar a recoger del suelo lo que la brisa nos regalaba, en medio de truenos y relámpagos: los mangos. Refugio de sabores prohibidos profanado por nosotros que aún teníamos derecho a la arcadia del Barrio. Era el rito lluvioso en una ciudad que apenas se urbanizaba, el júbilo de la infancia, el sabor de la fruta prohibida y de la lluvia que apenas duraba unos minutos...