21 oct 2009

Ruidos


Desde el segundo piso de la casa podía escucharse todo a la una y media de la tarde, después del almuerzo, cuando se dormía la siesta debajo de los abanicos de techo chinos que espantaban a medias el calor. El golpe fuerte y repetido de una bola de caucho cortaba el silencio mientras abría y cerraba las manos para atraparla y lanzarla contra la pared desde el marco de la puerta que del comedor lleva a la cocina a unos tres metros, la misma que pone limite al pasillo que conduce al reducido patio con espacio apenas para un palo de mango. El juego duraba lo que demoraba un equipo de béisbol en ganarle al otro, con la alegría de saber de antemano el ganador, que siempre era el suyo.

En la mañana había gastado el tiempo buscando entre cajones de las mesas de noche algo con significado, un sentido que imaginaba igual al que una abuela daría al encuentro de un botón perdido que arrastra la historia de los tres años que lleva colgado un vestido en el armario, después de revivir sin afán los días que se lo puso. Pasa la mañana como por un túnel reflejado en un cajón desordenado donde la madre guarda todo y puede encontrarse cualquier cosa, incluso la felicidad, y aparecía la tarde de caucho que va y regresa lanzada de golpe en golpe, con un deseo, ta!, el fastidio, la esperanza y la rabia, ta!,ta!, hasta que la pelota cae de sus manos en ese juego de vacaciones en ninguna parte que se hacían eternas, cuando se espera tanto de la vida, se escucha a otros decir tanto de lo sucedido y un olor a puerto atraviesa por el pasillo.

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