26 abr 2007

El horizonte

La compañía diaria del sol caliente desde el amanecer. Entendí primero que una habitación sólo se justifica para dormir, para no enloquecer por el sonido monótono del abanico de techo. Oleadas de escasa algarabía de la calle que aguzaba la curiosidad por lo que era la vida . Sofoco del cuarto que empuja a salir. La salvación fueron los juegos frente a la casa, todo de tierra por donde pasaba un carro cada 15 minutos; y entonces parábamos, nos mirábamos las caras sudorosas, cambiábamos el ritmo del trompo, organizábamos las bolitas de uñita o esculcábamos el balón para saber que tanto se había dañado. Y seguíamos.

Dos calles mas allá del sitio de juego, en dirección recta sin tropezar con nada, la mirada se zambullía en el mar: la bahía. Esas aguas aprisionadas que han perdido sus fuerzas, sometidas al paso tranquilo de los botes inmutables. Mar quieto adornado por gaviotas y mariamulatas perezosas sobrevolándolo. De vez en cuando un pescador desprogramado. La infancia frente a la inmensidad adormecida.

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